Un arma disparaba ráfagas de odio mientras una multitud de jóvenes progresistas nos protegíamos del fuego y del gas, la guerra había comenzado en gran parte del país, inseguridad, hambre, pocas posibilidades de cambiar la historia que nos había atormentado hasta nuestro supuesto bicentenario.
Recuerdo que a aquella manifestación me invitaron amigos de la universidad, supuestos lugares donde se produce el gran cambio de las estructuras para el futuro, sin embargo en una universidad como la nuestra somos pocos los que pensábamos de esa manera, los demás solo buscaban estatus y un título para formar parte de un selecto grupo de gente que puede estudiar en nuestro país.
Marchábamos vestidos de rojo, con la boca vendada y las manos atadas en la espalda, el plan era llegar al monumento que celebraba nuestra revolución olvidando una dictadura para entrar a otra, ahí nos desataríamos las manos y quitaríamos las vendas que sellaban nuestras palabras, todos vestidos de rojo representando la sangre de inocentes que se ha derramado en nuestras tierras por un gobierno fascista que utilizando el método norteamericano afirmaba una lucha por la libertad contra un enemigo imaginario para poder eliminar nuestros más básicos derechos.
A mitad del camino llegaron los tan temidos paramilitares, supuestos civiles con armas estadounidenses, manchando de sangre el asfalto que nos recibía como los brazos de nuestra tierra de la cual volvíamos a ser parte.
Las lágrimas que provocaba el gas pimienta no eran tan fuertes como las lloradas por ver a nuestro país muriendo lentamente, una nación que nunca nació, que era asesinado cada vez que uno de nosotros caía bocarriba mirando el cielo y sintiendo tan lejos la esperanza.
Una bala llenó de sangre mi camisa roja representativa, observe como el resto de mis compañeros y amigos caían a mi lado, mientras uno me decía: “algún día camarada, algún día..."
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