Mientras Maribel Verdú seduce a la cámara al hombro de Emmanuel Lubezki bailando al ritmo de Marco Antonio Solís me llega a la mente la única neta posible… El último vestigio de justicia en este mundo es la muerte.
Efectivamente, la muerte, la única parte de la vida a la que todos llegamos, la única parte que no reconoce raza, sexo, religión, el único comunismo verdadero, lo único quizás que nos siga distinguiendo como una especie que forma parte de este mundo.
Sin embargo después de esta etapa de fatalismo al más puro estilo de Schopenhauer descubrí un poco de Sartre en mi pensamiento, y analizando las reacciones de Luisa llegue a la conclusión de que otra neta trascendental es que fuimos arrojados al mundo y estamos condenados a ser libres.
Libertad y muerte, extraña combinación de la que estamos formados todos los hombres, quizás más trascendente e importante que la división alma-cuerpo, sin embargo ¿qué es la vida?
La vida, reducida al inmediatismo, la absurda absorción y enajenación que producen las culturas dominantes, queda comprendida en contratos, en simples manifiestos que imponen las reglas con las que nos manejamos en estas sociedades, contratos que nos dicen cómo vestir, a qué fiestas ir, con quién relacionarte y a qué dedicarte para encontrar la supuesta felicidad del hombre postmoderno.
Estos contratos inician desde antes de que pisemos este mundo, en un país cuyas reglas conservadoras y repletas de tradiciones características del siglo XIX donde los derechos humanos no existían hasta el Tratado de Libre Comercio y donde lo retrógrada y absurdo reinaba, un país casi tan surrealista como Macondo de García Márquez.
En un país donde los monopolios existen desde el ámbito religioso y el poder político de los sacerdotes tiene aún valor siendo un Estado laico, un país que, sin embargo, cada día nos revela más secretos y bellezas que poco a poco son consumidas por el supuesto primer mundo importado para satisfacción de gringos, ingleses, franceses y gachupines, bellezas que se destruyen por el bienestar de empresarios que disfrutan de poner hoteles cinco estrellas en playas paradisiacas como Boca del cielo.
Un país donde no hay políticos que no roben al pueblo, un país donde el compadrazgo y las relaciones definen un puesto mejor que el esfuerzo y habilidad que se tenga para realizarlo, donde las amistades son tan superficiales e hipócritas que necesitamos inventar reglas en una de las relaciones supuestamente libres para poder hacerlas funcionar.
Sin embargo esto qué importa, y, sin embargo, importa mucho, todos vivimos entre la insoportable decisión de decidir o no decidir, de pensar o no pensar, de actuar o no actuar, y a pesar de todo esto que vivimos a diario, cada día parece más seguro que la vida sigue siendo como la espuma – efímera – y que debemos darnos como el mar.
Efectivamente, la muerte, la única parte de la vida a la que todos llegamos, la única parte que no reconoce raza, sexo, religión, el único comunismo verdadero, lo único quizás que nos siga distinguiendo como una especie que forma parte de este mundo.
Sin embargo después de esta etapa de fatalismo al más puro estilo de Schopenhauer descubrí un poco de Sartre en mi pensamiento, y analizando las reacciones de Luisa llegue a la conclusión de que otra neta trascendental es que fuimos arrojados al mundo y estamos condenados a ser libres.
Libertad y muerte, extraña combinación de la que estamos formados todos los hombres, quizás más trascendente e importante que la división alma-cuerpo, sin embargo ¿qué es la vida?
La vida, reducida al inmediatismo, la absurda absorción y enajenación que producen las culturas dominantes, queda comprendida en contratos, en simples manifiestos que imponen las reglas con las que nos manejamos en estas sociedades, contratos que nos dicen cómo vestir, a qué fiestas ir, con quién relacionarte y a qué dedicarte para encontrar la supuesta felicidad del hombre postmoderno.
Estos contratos inician desde antes de que pisemos este mundo, en un país cuyas reglas conservadoras y repletas de tradiciones características del siglo XIX donde los derechos humanos no existían hasta el Tratado de Libre Comercio y donde lo retrógrada y absurdo reinaba, un país casi tan surrealista como Macondo de García Márquez.
En un país donde los monopolios existen desde el ámbito religioso y el poder político de los sacerdotes tiene aún valor siendo un Estado laico, un país que, sin embargo, cada día nos revela más secretos y bellezas que poco a poco son consumidas por el supuesto primer mundo importado para satisfacción de gringos, ingleses, franceses y gachupines, bellezas que se destruyen por el bienestar de empresarios que disfrutan de poner hoteles cinco estrellas en playas paradisiacas como Boca del cielo.
Un país donde no hay políticos que no roben al pueblo, un país donde el compadrazgo y las relaciones definen un puesto mejor que el esfuerzo y habilidad que se tenga para realizarlo, donde las amistades son tan superficiales e hipócritas que necesitamos inventar reglas en una de las relaciones supuestamente libres para poder hacerlas funcionar.
Sin embargo esto qué importa, y, sin embargo, importa mucho, todos vivimos entre la insoportable decisión de decidir o no decidir, de pensar o no pensar, de actuar o no actuar, y a pesar de todo esto que vivimos a diario, cada día parece más seguro que la vida sigue siendo como la espuma – efímera – y que debemos darnos como el mar.
1 comentario:
"Sin embargo después de esta etapa de fatalismo al más puro estilo de Schopenhauer..."
Hasta allí leí.
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