1.6.11

Luces de la ciudad

Era madrugada cuando Fulgencio tomó la mochila que había preparado la noche anterior con la ropa que necesitaría mientras se establecía en su nueva vida. Aprovechó la persistente oscuridad y se paró juntó al nogal que crecía a pocos metros de su casa y que durante el verano era el mejor sitio para atajar el Sol que pegaba con toda su intensidad a medio día. Miró al cielo y se llevó como última imagen las estrellas, pues le habían contado que una vez en la ciudad, las luces de las casas y los autos ,no le permitirían verlas como las veía en su pueblo. Una vez capturada la imagen en su memoria comenzó a caminar por donde le habían dicho llegaría más rápido a la ciudad.

Caminó casi tres horas y a Fulgencio le parecía que estaba en un viaje interminable. No quería ir a la ciudad y, sin embargo, no había nada que necesitara más, su futuro y el de su familia dependia totalmente de que él pusiera a prueba los conocimientos de mecánica que había adquirido reparando tractores y ahora utilizaría reparando automóviles.

Antes de que anocheciera su madre le había dicho que volviera siempre que pudiera, su hermana que esperaba algún día poder alcanzarlo y conocer otra realidad y su padre no dijo nada, simplemente le dió su bendición y un beso en la frente, pero cuando estaba tomando su maleta escuchó que le decía desde su cuarto que jamás decepcionara a su familia.

Recordaba esto y las estrellas cuando detrás de una colina vió un resplandor gigantesco. Aún faltaba más de una hora para que amaneciera y, sin embargo, la ciudad estaba tan iluminada que parecía ser de día. Fulgencio cerró los ojos y caminó el último tramo de la colina y la entrada a la ciudad completamente ciego, aunque la luz lograba colarse entre sus párpados.

Esta luz le indicó que estaba ya dentro de la ciudad, pues, inclusive con los ojos cerrados, no veía oscuridad. Lentamente abrió los ojos para ver por primera vez la ciudad. Poco a poco, milímetro a milímetro, la luz fue entrando más violentamente hasta que los abrió por completo y una insoportable ceguera producto de los anuncios espectaculares, luces de calle y automóviles que comenzaban a salir rumbo a su trabajo.

Pasaron cinco segundos y la ceguera había cedido para descubrirle un mundo que jamás había imaginado, enormes construcciones de ladrillos y cemento le rodeaban, anuncios de todo tipo, infinitas invitaciones a comprar con el dinero que estaba dispuesto a ganarse, el quería esa vida que le presentaban, quería conocer esas mujeres hermosas, quería vestir elegantemente, jugar en los casinos, manejar un auto deportivo, conocer ese nuevo restaurante, disfrutar de las acciones del gobierno que a su pueblo jamás habían llegado, pero que personas de la ciudad afirmaban estar disfrutando, inmóviles enmarcados y alumbrados perpetuamente para persuasión de los conductores.

Siguió caminando y entró a una calle mucho más iluminada. Sin embargo, todo parecía mucho más oscuro, anuncios de modelos bailando, hombres jóvenes y adultos vomitando en la calle, un vagabundo recostado en el piso con la mano suplicando un poco de dinero, mujeres semidesnudas que le decían “papi” “¿qué quieres que te haga?” “prueba un poquito de esto” y otras frases que en los bailes de su pueblo jamás había escuchado de sus vecinas y amigas. Personas reunidas alrededor de muchos automóviles con música que sonaba más que las bandas que había visto en la feria, dos de esos autos arrancaron a gran velocidad y al poco rato se perdieron de vista. También vio luces de muchas patrullas de policía y vio a la gente corriendo a esconderse, a los automóviles salir igual de rápido que los anteriores, ya no brillaba tanto la calle. Los policías se bajaron de sus patrullas comenzaron a agarrar a todas las persona que encontraron cerca y los que no tuvieron tiempo de echarse a correr.

Él se quedó parado, esperando, se le acercó un policía, no reconoció su rostro, tenía los ojos nublados, la calle ya no brillaba para nada, solamente unos cuantos destellos rojos y azules, un movimiento súbito, un golpe seco en la mejilla derecha, un revés del oficial.

El mundo giró noventa grados, el oficial perpendicular a la pared, destellos rojos y azules sobre un pequeño charco que se formaba en el suelo, crecía lentamente hasta llegar a un punto donde no distinguía nada, otro golpe seco y completa oscuridad.

Lo despertó el sonido y el dolor en su espalda, su cama era de piedra y escuchaba a dos personas hablando del partido del domingo, abrió los ojos, no vio nada, los cerró, abrió, cerró y volvió a abrir y nada, la oscuridad persistía, gritó pidiendo ayuda y solamente recibió “cálmate maldito delincuente, nada más que contactemos a tu familia y sabrán qué clase de hijo tienen”.

No veía nada, sin embargo recordaba, las caras de su familia, los escuchaba despedirse de él, los ojos ilusionados de su hermana, la sonrisa de su madre y la bendición de su padre, el nogal, el calor del verano y la sombra, luces a las que estaba acostumbrado, en cambio, la ciudad lo había dejado ciego, entonces recordó las estrellas, esa última imagen de su pueblo y el camino y con lágrimas intentó lavar la oscuridad.

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