27.6.11

Porque todos somos poetas LXIII

La pluma se quedó sin tinta
El lápiz sin grafito
La impresora sin cartucho
La piedra sin martillo
El papel sin un poema
Por eso
Y nada más por eso
Hoy sobre tu cuerpo escribo.

Porque todos somos poetas LXII

Te quiero desesperanzada
Que no encuentres más luz que la que te doy con mis manos
Que no vivas si no es para tenerme en tus brazos
Que no sueñes si no sueñas que soy tuyo y te amo
Que no duermas si en la noche no estoy a tu lado.
Te quiero ilusionada
Que anheles mi sueño aunque no amanezca en tu cama
Que mueras de sed porque mis besos jamás serán agua
Que imagines otro mundo a partir de mi mirada
Que todas las noches me digas que sin mi no eres nada.

Te quiero de rodillas
Que de mis manos comas y de mi vida vivas
Que de mis sueños sueñes y sin mi sol no brilles
Que cada instante ruegues
Que a nadie imagines.
Porque soy nadie
Porque estoy sólo
Porque insoportablemente te extraño.

Hoy
Hoy cínicamente te diré que te amo
Hoy te diré que no encuentro esperanza si no espero en tus brazos.

13.6.11

Amor bucólico

20 de septiembre de 2010

Estoy en mi habitación, entre dormido y despierto. Las sábanas caen pesadas sobre mi cuerpo. Sombra corta de las patas de la mesa, y el silencio domina mi tos. Luisa ya no está.

Ya no estará jamás en su jardín, donde todas las noches veía al cielo, donde nunca dormia vigilando a las estrellas y la luna y de un momento a otro me decía “Amado mío: La luna acaba de asomarse y la escucho cantar; todo es tan indescriptiblemente bello.” y yo bajaba y veía el cielo nocturno a su lado. Eso jamás volverá a pasar.

22 de septiembre de 2010

Hoy iba caminando por la calle cuando de repente se apareció Muriel. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata; su cara, polveada, quería cubrir las arrugas, tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado y el pelo daba la impresión de estar teñido. Parecía un padrote de pies a cabeza. Le conté que extrañaba muchísimo a Luisa, que no podía vivir sin ella, que sentía que mi vida se iba al carajo si pasaba las noches en su jardín sin mirar el cielo a su lado. Él me recomendó que visitara una mansión en el centro, que preguntara por la dueña del lugar y que ella me llevaría con una mujer para curarme la tristeza.

24 de septiembre de 2010

En mi agonía de desamor comencé a delirar, confundo el sueño con la realidad. Hoy amanecí con todas las flores del jardín junto a mi cama después de haber soñado que las arrancaba. Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano ¿entonces, qué? ¿qué es lo real?

Necesito curarme, haré caso de las recomendaciones de Muriel.

25 de septiembre de 2010

Hoy fui a la casa que me dijo Muriel, cuando llegué dije que él me había referido. “Entonces tendrás atención de rey”, me respondieron. Pasé por toda la casa antes de llegar al cuarto que me tenían preparado. La mansión era en verdad hermosa, por más que la fachada se encargara de negarlo. La calle no daba cabida para el cielo al que había ingresado, un cielo repleto de ángeles que caminan por sus pasillos semidesnudas, donde en las habitaciones cerradas se escucha el placer y huele a velas perfumadas y pasión. Imaginé que sería caro, pero me dijeron que los amigos de Muriel teníamos nuestras tres primeras visitas pagadas, que él era un excelente cliente y que iba casi a diario.

Llegué a una habitación muy bien iluminada. En el centro había una cama en forma de corazón con una mujer a cada lado, mi lugar estaba en medio de ellas. Ya no existe el amor cortés, así que no puedo decir que hicimos el amor.

Ya no existe nada, ni las flores que cultivé en el jardín de Luisa, ni siquiera pude sacarle provecho a esas flores tan finas. Bellas orquídeas que saldrían congeladas, en avión, a las mil ciudades donde aún quedara una mujer con fe en las insinuaciones corteses. Sin embargo, eso no era más que una ilusión, actualmente. Ahora, sólo queda el sexo.

26 de septiembre de 2010

Muriel estaba ahí, volví a ir al prostíbulo y lo encontré, ni siquiera había llegado a la habitación; se había quedado en el vestíbulo con dos mujeres bellísimas, volteó a verme y me sonrió. “¿A quién quieres hoy, Justino? ¿A poco no se olvida a cualquier mujer entre éstas bellezas? Inclusive a tu idolatrada Luisa...”

Antes de que terminara la oración, lo tomé del cuello de su camisa desabotonada y lo tiré al piso, comencé a golpearlo brutalmente, hasta dejarlo casi inconsciente, lo levanté fácilmente y lo lancé contra un trinchador de cedro muy costoso y firme sobre el que había un florero.

Ahí estaba Luisa, la maldita flor se había vuelto un adorno en un putero y por eso Muriel quería que conociera ese lugar. Destrocé el florero en su cabeza y comenzó a salir sangre a borbotones de sus heridas. Las mujeres estaban a mi alrededor, gritaban, lloraban, unas consolaban a otras mientras en la calle sonaba una sirena y en la puerta tres golpes secos.

Tomé a Luisa antes de ser apresado y la puse en el bolsillo de mi camisa. Maniatado por la espalda salí del lugar.

28 de septiembre de 2010
Ahora entiendo que debí de creer en Muriel, él me había mandado al prostíbulo para curarme del amor hacia Luisa, pero hay que matar a los hombres para poder creer en ellos. Yo jamás confíe en él, pero necesitaba un cambio.

No cambié. Sin embargo, ahora tengo a Luisa aquí a mi lado, ya estamos juntos para siempre, los dos en esta prisión... Nunca saldremos; nunca dejaremos entrar a nadie...

1.6.11

Luces de la ciudad

Era madrugada cuando Fulgencio tomó la mochila que había preparado la noche anterior con la ropa que necesitaría mientras se establecía en su nueva vida. Aprovechó la persistente oscuridad y se paró juntó al nogal que crecía a pocos metros de su casa y que durante el verano era el mejor sitio para atajar el Sol que pegaba con toda su intensidad a medio día. Miró al cielo y se llevó como última imagen las estrellas, pues le habían contado que una vez en la ciudad, las luces de las casas y los autos ,no le permitirían verlas como las veía en su pueblo. Una vez capturada la imagen en su memoria comenzó a caminar por donde le habían dicho llegaría más rápido a la ciudad.

Caminó casi tres horas y a Fulgencio le parecía que estaba en un viaje interminable. No quería ir a la ciudad y, sin embargo, no había nada que necesitara más, su futuro y el de su familia dependia totalmente de que él pusiera a prueba los conocimientos de mecánica que había adquirido reparando tractores y ahora utilizaría reparando automóviles.

Antes de que anocheciera su madre le había dicho que volviera siempre que pudiera, su hermana que esperaba algún día poder alcanzarlo y conocer otra realidad y su padre no dijo nada, simplemente le dió su bendición y un beso en la frente, pero cuando estaba tomando su maleta escuchó que le decía desde su cuarto que jamás decepcionara a su familia.

Recordaba esto y las estrellas cuando detrás de una colina vió un resplandor gigantesco. Aún faltaba más de una hora para que amaneciera y, sin embargo, la ciudad estaba tan iluminada que parecía ser de día. Fulgencio cerró los ojos y caminó el último tramo de la colina y la entrada a la ciudad completamente ciego, aunque la luz lograba colarse entre sus párpados.

Esta luz le indicó que estaba ya dentro de la ciudad, pues, inclusive con los ojos cerrados, no veía oscuridad. Lentamente abrió los ojos para ver por primera vez la ciudad. Poco a poco, milímetro a milímetro, la luz fue entrando más violentamente hasta que los abrió por completo y una insoportable ceguera producto de los anuncios espectaculares, luces de calle y automóviles que comenzaban a salir rumbo a su trabajo.

Pasaron cinco segundos y la ceguera había cedido para descubrirle un mundo que jamás había imaginado, enormes construcciones de ladrillos y cemento le rodeaban, anuncios de todo tipo, infinitas invitaciones a comprar con el dinero que estaba dispuesto a ganarse, el quería esa vida que le presentaban, quería conocer esas mujeres hermosas, quería vestir elegantemente, jugar en los casinos, manejar un auto deportivo, conocer ese nuevo restaurante, disfrutar de las acciones del gobierno que a su pueblo jamás habían llegado, pero que personas de la ciudad afirmaban estar disfrutando, inmóviles enmarcados y alumbrados perpetuamente para persuasión de los conductores.

Siguió caminando y entró a una calle mucho más iluminada. Sin embargo, todo parecía mucho más oscuro, anuncios de modelos bailando, hombres jóvenes y adultos vomitando en la calle, un vagabundo recostado en el piso con la mano suplicando un poco de dinero, mujeres semidesnudas que le decían “papi” “¿qué quieres que te haga?” “prueba un poquito de esto” y otras frases que en los bailes de su pueblo jamás había escuchado de sus vecinas y amigas. Personas reunidas alrededor de muchos automóviles con música que sonaba más que las bandas que había visto en la feria, dos de esos autos arrancaron a gran velocidad y al poco rato se perdieron de vista. También vio luces de muchas patrullas de policía y vio a la gente corriendo a esconderse, a los automóviles salir igual de rápido que los anteriores, ya no brillaba tanto la calle. Los policías se bajaron de sus patrullas comenzaron a agarrar a todas las persona que encontraron cerca y los que no tuvieron tiempo de echarse a correr.

Él se quedó parado, esperando, se le acercó un policía, no reconoció su rostro, tenía los ojos nublados, la calle ya no brillaba para nada, solamente unos cuantos destellos rojos y azules, un movimiento súbito, un golpe seco en la mejilla derecha, un revés del oficial.

El mundo giró noventa grados, el oficial perpendicular a la pared, destellos rojos y azules sobre un pequeño charco que se formaba en el suelo, crecía lentamente hasta llegar a un punto donde no distinguía nada, otro golpe seco y completa oscuridad.

Lo despertó el sonido y el dolor en su espalda, su cama era de piedra y escuchaba a dos personas hablando del partido del domingo, abrió los ojos, no vio nada, los cerró, abrió, cerró y volvió a abrir y nada, la oscuridad persistía, gritó pidiendo ayuda y solamente recibió “cálmate maldito delincuente, nada más que contactemos a tu familia y sabrán qué clase de hijo tienen”.

No veía nada, sin embargo recordaba, las caras de su familia, los escuchaba despedirse de él, los ojos ilusionados de su hermana, la sonrisa de su madre y la bendición de su padre, el nogal, el calor del verano y la sombra, luces a las que estaba acostumbrado, en cambio, la ciudad lo había dejado ciego, entonces recordó las estrellas, esa última imagen de su pueblo y el camino y con lágrimas intentó lavar la oscuridad.