Cuando era pequeña no había nada que esperara con más anhelo que la llegada del verano. Cada que sonaba la última campana de la escuela salía corriendo a mi casa a preparar las maletas para visitar a mi abuelo Javier y mi abuela Valeria.
Ese año había llovido como ningún otro, por lo que no pude correr hasta mi casa. Esperé a que mi mamá llegará a la puerta del colegio ya con mi maleta hecha, listos para emprender el anual viaje al rancho naranjero en Álamo Veracruz.
Llegué al rancho y pensé que sería un verano muy aburrido, pues, por las lluvias, no había la posibilidad de salir a jugar con los hijos de los campesinos o de ir a nadar al río como siempre lo hacía cuando el calor resultaba insoportable.
Mis abuelos, cuando llovía acostumbraban encerrarse en su cuarto y sellar el espacio entre la puerta y el piso con una toalla. Mi mamá me prohibía acercarme a su cuarto en esos momentos desde que yo tenía cinco años; ahora tengo catorce.
Una mañana no llovió; simplemente estaba muy nublado, por lo que mi abuelo aprovechó para ir a sembrar las naranjas del próximo año. Yo me quedé a recorrer el rancho, pues en ese tiempo habían hecho algunos cambios que aún no conocía.
Mi mamá siempre me regañaba porque decía que no era propio de una señorita andar entre tanto hombre como si nada y mi abuelo decía que no le hiciera caso y que jugara cuanto quisiera.
Esa mañana, me acompañó Pepe, hijo de don Juan, uno de los campesinos más allegados a mi abuelo. Pepe siempre había sido mi compañero de aventuras en la infancia. Él me enseñó a nadar en el río, a trepar a los árboles y a caminar por el campo sin que ningún insecto me picara.
Él tenía 17 años ahora, había crecido casi 20 centímetros en un año y me saludó con un “hola” y un “te he extrañado mucho”. Estábamos en medio de los naranjos cuando comenzó a llover; con esa lluvia se desbordó el río e inundó gran parte del rancho, pero eso no lo sabría hasta una semana después.
Mientras, Pepe y yo nos resguardamos en una de las cabañas que mi abuelo había construido para que descansaran los campesinos al medio día. Ahí, a media luz, su mirada era diferente, sus hombros se habían hecho más anchos. A oscuras veía todos los cambios que habían sucedido en su cuerpo mientras yo estaba estudiando. Se quitó la camisa y la puso entre el piso y la puerta de la cabaña. Me abrazó para quitarme el frío y un calor llenó todo mi cuerpo por 4 días, que fue lo que tardó la lluvia en terminar.
Cuando regresé a mi casa, mi mamá me recibió con un “Hija de la chingada ¿dónde te metiste todos estos días? ¿Qué no has visto cómo está el río? Yo pensando lo peor y tú llegas tan campante” y, como punto final, una cachetada bien dada. Mi abuelo la tranquilizó; yo expliqué que me había resguardado de la lluvia, pero que la lluvia tardó más de lo pensado.
Pasó el verano y fuí a despedirme de Pepe, que había estado ocupado tratando de controlar a la naturaleza con todos los demás hombres de la finca; me dió un beso en la frente, le pregunté si me amaba y me dijo: “Eres como la lluvia, cuando no estás ruego porque llegues, pero ahora no puedo controlarte; será mejor que esperemos.”
Me fuí del rancho llorando las seis horas que tardamos en llegar a Puebla con la esperanza de que llegara pronto la próxima sequia y su eventual temporal.
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