Era el día del padre, fuimos el mío y yo a visitar a mi abuelo, su tumba estaba a la izquierda en el panteón municipal, junto a todos mis parientes desconocidos pues habían muerto antes que yo, mi papá sacó dos sillas, un ipod y dos cervezas, me dio una y otra se la quedó él, mientras el Ipod sonaba con música de José Alfredo Jiménez, el cantautor favorito de mi abuelo.
Estábamos conviviendo las tres generaciones de la familia cuando vi llegar al obrero que conocí en un callejón al lado de la mujer del vestido de Chanel, venía con una rosa en la mano, la ropa igual de sucia y ni una gota de alcohol en su sangre, me acerqué a saludarlo, en cuanto dije hola se soltó a llorar, Diana había muerto y con ella la esperanza de volver a sentir el amor por parte de este ahora no borracho llamado Agustín.
Detrás de él venía un vendedor de flores enfurecido, no había pagado la rosa, no podía pagarla, saqué un billete y pagué por su robo, lo abracé para hacerlo sentir mejor, lo miré a los ojos y pregunté qué sentía, él, que ya estaba más tranquilo otra vez volvió al llanto y se sentó en el suelo.
Cuando estuvo tranquilo me miró a los ojos y dijo “tardé demasiado en decirle que la amaba, un día decidí robar una flor, no emborracharme e ir a donde siempre nos veíamos todas las tardes, ella jamás llegó, al día siguiente salió su imagen en la sección policiaca del periódico, esa que dices que no tiene ningún uso aparte de saciar el morbo, sin embargo, ese día me enteré de que ella ya no estaba más, o que si estaba debería estar entre las llantas del camión que imprudentemente terminó con su vida. En el bolso de su traje encontraron sus papeles, hablaron a la familia y ahora está aquí, en una construcción de mármol con gente vestida eternamente con trajes igual de finos como el que ella vestía a diario y, aunque ya llevaba más de un año con la misma ropa, cada día se veía más deslumbrante y atractiva, estaba muy enamorado de ella.”
Ante esta demostración de todo por lo que pasaba lo más que pude hacer fue mirarlo, darle un abrazo, invitarlo a sentarse con nosotros, a que tomara una cerveza y cantara hasta el anochecer “Ella” y “Tu recuerdo y yo”.
Estábamos conviviendo las tres generaciones de la familia cuando vi llegar al obrero que conocí en un callejón al lado de la mujer del vestido de Chanel, venía con una rosa en la mano, la ropa igual de sucia y ni una gota de alcohol en su sangre, me acerqué a saludarlo, en cuanto dije hola se soltó a llorar, Diana había muerto y con ella la esperanza de volver a sentir el amor por parte de este ahora no borracho llamado Agustín.
Detrás de él venía un vendedor de flores enfurecido, no había pagado la rosa, no podía pagarla, saqué un billete y pagué por su robo, lo abracé para hacerlo sentir mejor, lo miré a los ojos y pregunté qué sentía, él, que ya estaba más tranquilo otra vez volvió al llanto y se sentó en el suelo.
Cuando estuvo tranquilo me miró a los ojos y dijo “tardé demasiado en decirle que la amaba, un día decidí robar una flor, no emborracharme e ir a donde siempre nos veíamos todas las tardes, ella jamás llegó, al día siguiente salió su imagen en la sección policiaca del periódico, esa que dices que no tiene ningún uso aparte de saciar el morbo, sin embargo, ese día me enteré de que ella ya no estaba más, o que si estaba debería estar entre las llantas del camión que imprudentemente terminó con su vida. En el bolso de su traje encontraron sus papeles, hablaron a la familia y ahora está aquí, en una construcción de mármol con gente vestida eternamente con trajes igual de finos como el que ella vestía a diario y, aunque ya llevaba más de un año con la misma ropa, cada día se veía más deslumbrante y atractiva, estaba muy enamorado de ella.”
Ante esta demostración de todo por lo que pasaba lo más que pude hacer fue mirarlo, darle un abrazo, invitarlo a sentarse con nosotros, a que tomara una cerveza y cantara hasta el anochecer “Ella” y “Tu recuerdo y yo”.